Pregones


Pregón año 2012


 

PREGÓN DE LAS FIESTAS DE SAN ISIDRO LABRADOR.

GUARROMAN 18 de Mayo 2012

   Queridos paisanos, amigos, familiares. Recibid un cordial saludo.

     Es para mí un honor haber sido nombrado pregonero de las fiestas de San Isidro, y  agradezco, a la Junta Directiva de la Hermandad, que haya tenido a bien concederme tal privilegio. Como quienes en este encargo me han precedido, mi deseo es que un año más den comienzo unas fiestas entrañables y de las que conservo gratos recuerdos.

     He de confesar que cuando me senté ante el ordenador no sabía cómo llenar de contenido estas páginas. No tenía ni idea por dónde comenzar y las palabras se resistían; en su lugar, a mi mente, tan sólo acudían imágenes: rostros, lugares, voces que me llamaban desde un pasado lejano y emotivas vivencias que aceleraban mi ritmo cardíaco al revivirlas; era tal la conmoción que me provocaban que tuve que dejar a un lado mi empeño por encontrar las palabras más adecuadas y grandilocuentes. Así, ante tan inútil  infructuosa labor decidí que era inútil continuar; desconecté el portátil y me dejé llevar por los recuerdos. Me sumergí en el agua cristalina de aquel lugar al que llamábamos “La Partemana” y me revolqué sobre la hierba fresca. Percibí el aroma de los juncos; podía sentir cómo me acariciaban las piernas mientras acechábamos a las ranas, tirachinas en mano, o cogíamos renacuajos. “Cabezolones” les llamábamos.

 

     Aquellas eran tardes de primavera, y a esa edad, en la que todavía llevábamos pantalones cortos, al concluir la tediosa rutina escolar podíamos disponer del tiempo a nuestro antojo: no teníamos clases de Inglés y nuestros padres no mostraban ningún empeño en desarrollar nuestras capacidades musicales, es más, no sabíamos que existiesen los conservatorios y tampoco teníamos esa imperiosa necesidad de adaptarnos a las nuevas tecnologías, por lo cual estábamos liberados de esas necesidades a las que el progreso nos obliga. Al contrario de lo que sucede hoy en día nuestra actividad física no tenía horario: no se le encomendaba al profesor de tenis o de pádel y nos bastaba con una rama en los eucaliptos para hartarnos de hacer flexiones y demostrar a los demás quién aguantaba más…, eso cuando no estábamos corriendo por la plaza, o jugando al futbol en “las eras” hasta que se hacía de noche. Recuerdo que los sábados por la tarde, a eso de las cuatro, nos reuníamos en la esquina de Esteban y esperábamos a Lucas para que abriese el campo de futbol. Daba igual que fuese verano y el calor derritiera las piedras o que estuviese lloviendo, era algo especial que aguardábamos con impaciencia durante la semana porque allí disponíamos de porterías y balones de cuero, y una de nuestras mayores ilusiones era el equipo de juveniles.

     Entonces el tiempo trascurría lento, parecía que los días no tenían fin y las semanas las concluíamos, repeinados y con la ropa de los domingos.

 

     Son recuerdos eternos… imborrables. Ahora, con más de medio siglo a mis espaldas, agradezco a mi memoria que me los devuelva. Me emociona evocar aquellos domingos por la mañana, cuando mi madre se apresuraba y nos daba los últimos retoques: Con el tercer repique de las campanas a mí me apretaba el nudo de los zapatos, y a mi hermana, mofletuda y risueña, le enderezaba las coletas; recuerdo cómo le brillaban los ojos de felicidad, y tras un cálido beso, con ese cariño que sólo sabe dar una madre, los dos corríamos a misa. Todavía tengo presente su juventud, la tersura de su piel y ese olor a “Heno de Právia”... Y a mi padre, un hombre sencillo y bueno al que agradezco sus consejos y todo el bien que me hizo. Hace ya siete años que nos dejó, pero siempre permanecerá vivo en mis recuerdos.

     En fin, el tiempo es inexorable y no se detiene ante nada. Así que tras este obligado paréntesis, en su memoria, retorno a aquellos domingos lejanos.

 

     Como tenía por costumbre por la tarde visitaba a mis abuelas y a mis tíos, y las dos o tres pesetas que recogía –a veces un duro– las empleaba en cromos, pipas y chucherías. ¡Ah, y “mistos”! Al pie de las escalerillas de la plaza, en el kiosco de Tobalo y que más tarde sería del recientemente malogrado Miguel comprábamos unas tiras de papel en el que, pegadas, se alineaban unas gotitas marrones. Eran de pólvora, del tamaño de la uña del dedo meñique, y con ellas, colocándoles encima una piedra o simplemente haciendo girar el tacón, provocábamos explosiones. A esa edad, en la que gozábamos de aquella inconsciencia pueril, buscábamos emociones cada vez más intensas; nos atraían los retos y el riesgo y poníamos a prueba el valor del que presumíamos. Sin embargo no siempre la velocidad de las piernas y nuestra incipiente musculatura era la deseada y las travesuras nos traían más de un disgusto, como cuando llamábamos a las puertas y salíamos corriendo o en la noche de San Juan. Recuerdo a Paco, al que llamábamos  “el indio”, a Rodri, a Nino y a Antonio Almazán arrastrando las tobas por las calles;  empolvábamos a todo vecino que esa noche osara tomar el fresco. Y después, ya de madrugada, y para refrescarnos, acabábamos empapados en la Fuente Taza.

     Me complace evocar aquellas vivencias. Tengo la certeza que en más de uno despertará una lejana y feliz infancia… Si detuviésemos un momento la velocidad a la que vivimos nos daríamos cuenta de la cantidad de recuerdos que puede almacenar una vida; son tantos que a veces los más cercanos se nos escapan, en cambio, con el paso de los años y quizás porque inconscientemente nos aferramos a la niñez, nuestra memoria se resiste a perder los más lejanos; nos los devuelve con tal nitidez que nos cuesta creer que haya pasado tanto tiempo. De ellos, por la emoción que me provocaba y la intensidad con que lo vivíamos rescato aquel en el que nos enfrentábamos con los de las “casas nuevas”: Formábamos dos bandos, los de “las casas nuevas” y los de “las casas viejas” y nos declarábamos la guerra, nos retábamos en las eras o en los terraplenes del campo de futbol y más de uno, entre los que me incluyo, llegó a su casa aporreado.

     Reconozco el peligro que entrañaban aquellos enfrentamientos. Llamémosles primitivos e inconcebibles hoy en día y quizás alguien se escandalice. Pero por suerte, o por desgracia, fue el tiempo que nos tocó vivir. No me arrepiento de ello… No creo que Bernardo, Esteban, Juan Bravo, los hermanos Rizo, Juan Moret, Luis “Bichito” o Pedro Cobo lo hagan, por el contrario, estoy convencido que recordarán con nostalgia aquellos años en los que, más que odiarnos, jugábamos a ser hombres. Simplemente: ¡Éramos unos críos! No éramos conscientes de las consecuencias y repetíamos estereotipos de virilidad socialmente aceptados.

 

     Pero como he referido antes aquella fue una época de pantalones cortos, con sus inevitables desollones en las rodillas, chichones y más de un moratón en las espinillas, después vinieron los pantalones largos y con ellos algunos comenzaron a trabajar y otros nos fuimos al instituto o a SAFA, sin embargo los fines de semana siempre coincidíamos en la terraza de bar de Manolo, en la Venta o en la discoteca. Con la adolescencia al tiempo le comenzaron a crecer las alas y ya no trascurría con esa pasmosa lentitud que había sido la infancia; las obligaciones y los primeros amores nos ocupaban durante la semana e impacientes contábamos los meses que faltaban para la feria, al final, tras un duro y monótono invierno de estudio y aceituna, llegaba San Isidro; siempre; todos los años; no faltaba ninguno; el “santo varón” siempre acudía a la cita: Se presentaba por primavera para incendiar el campo con amapolas, alfombraba de verde las siembras y cargaba a los olivos de fruto. Y ante estos naturales milagros el pueblo se lo agradece y lo festeja. Desde 1.946, año en que se constituyó la primera comisión organizadora y de la que formaba parte mi abuelo Manuel, siempre ha sido así y así lo seguirá siendo: todo guarromanense acude solícito a su llamada y el pueblo entero, engalanado, desfila en romería. ¡Truene! ¡Llueva! ¡Haga calor! ¡Incluso si por capricho el cambio climático decide que nieve! Aún así, y pese a que los tiempos que corren no son los mejores, no me cabe la menor duda de que este año volverán a desfilar las carrozas. Tengo la incuestionable certeza de que la ilusión, el júbilo y la diversión se volverán a dar cita en la pradera y por tradición durante unos días nos olvidaremos de tantos sacrificios, problemas y sinsabores. ¡Es necesario! Os animo a que disfrutéis y tenedlo por un buen consejo.

     A los más jóvenes quizás no le llegue la memoria, pero cuando llega esta fecha muchos de los presentes recordarán su adolescencia y se asombrarán de cómo han cambiado los tiempos: cuando en grupos de amigos acompañábamos a las carrozas andando y antes de llegar a la pradera nos deteníamos en “Piedra Rodadera”. Allí chapa en mano ascendíamos por aquellas onduladas moles de granito, y una vez en la cima, sentados sobre la lata, nos dejábamos caer pendiente abajo; sin más protección que la que pudieran tener nuestras posaderas y a merced de la suerte. Así una y otra vez: Subíamos y volvíamos a descender deslizándonos a una endiablada velocidad hasta que los pantalones, de más de uno, quedaban con agujeros.

   Pero nada de eso nos importaba, ni siquiera los golpes o una mala caída iban a privarnos de disfrutar de aquel día. Tras la última curva nos esperaba una llanura salpicada de encinas, repleta de gente que alegremente iba y venía de un lado para otro: chiquillos que corrían entre las carrozas que estaban aparcadas en batería, puestos de bebidas, helados y chucherías, tómbolas en las que sonaba la música… Aquella explosión de felicidad la contemplaba el santo patrón elevado en andas,  y seguro estoy, que de haber cobrado vida habría disfrutado como nosotros. Mientras tanto a ambos lados del río las familias se reunían a manta tendida bajo los chaparros, los jinetes lucían orgullosos sus monturas y la gente bailaba, a pleno sol o a la sombra de las encinas. Todo se mezclaba: sonidos, olores, colores; la algarabía con las sevillanas rocieras y los trajes de gitana, y estos con el apetitoso olor de los asados. ¡El sol y un cielo azul primaveral eran testigos indolentes de aquel contagio de alegría!

   

   Ahora, al cabo de los años recuerdo aquella inolvidable sensación y aquellos con  quienes la compartía: ¡Pablo! ¡Andrés! ¡Juan Suarez! ¡Bernardo! ¡Joaquín! ¡Luciano! ¡Matías…! ¡Vicente! ¡Miguelín! ¡Juan Manuel...! entre todos forjamos lo que creíamos una amistad imperecedera, pero, inevitablemente, la adolescencia se nos escapó; se fue a lomos de los “dos caballos” de aquel destartalado Citroën o la dejamos en el asiento trasero de aquel R5, con el que furtivamente nos escapábamos a Baños, a Carboneros, a Bailén o La Carolina.

   Me sería imposible nombrar a todos los que fuisteis parte de mi infancia, adolescencia o juventud y ruego que me perdonen quienes se sientan olvidados. Todos aquellos y aquellas con quienes coincidí en edad, así como los que por entonces eran mayores o más jóvenes estáis ligados a mi existencia. Cada rincón de este pueblo es parte de mí del mismo modo que lo es mi rostro, mi pelo o mi carácter. Haber nacido en Guarromán es un privilegio que el destino ha querido otorgarme y me enorgullece, poder decir que lo que soy no es más que el resultado de lo que fui.

   Por último, para concluir quiero agradeceros vuestra presencia, con la cual me habéis honrado, y animaros a que disfrutéis de las fiestas.

¡VIVA SAN ISIDRO!

¡VIVA GUARROMÁN!

¡VIVA EL PUEBLO QUE ME VIO NACER Y LAS CALLES QUE ME CRIARON!

 

Muchas gracias.

 

Guarromán 18 de Mayo de 2012

Antonio Gómez Guillén



 


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